jueves, 11 de diciembre de 2014

Misty. Ella Fitzgerald.

Walk my way, and a thousand violins begin to play,

Or it might be the sound of your hello, that music I hear,
I get misty, the moment you're near.


lunes, 10 de noviembre de 2014



Una de mis debilidades: Alberto Durero. El grabado "La Melancolía" es el primero de la serie dedicada a los cuatro humores del cuerpo humano: melancólico, flemático, colérico y sanguíneo. Sobre el enigmático poliedro, aquí.


lunes, 27 de octubre de 2014

Fe.


"La poesía es la ilusión antes del conocimiento; la religiosidad, la ilusión después del conocimiento. La poesía y la religiosidad suprimen el vaudeville de la mundana sabiduría de vivir. Todo individuo que no vive poética o religiosamente es tonto". Kierkegaard.

"Cuando escucháis a Bach veis nacer a Dios...después de un oratorio, una cantata o una Pasión, Dios debe existir...¡Y pensar que tantos teólogos y filósofos han derrochado noches y días buscando pruebas de la existencia de Dios, olvidando la única!". Cioran.

"La fe es el poder creador del hombre...Y si es la fe la sustancia de la esperanza, esta es, a su vez, la forma de la fe...La fe es, pues, fe en la esperanza: creemos lo que esperamos" (...) Quien afirma su fe a base de incertidumbre, no miente ni puede mentir”Unamuno.



Música: Herr unser Herrscher (¡Señor, Señor, tu Glioria reina en todos los pueblos!), de La Pasión según San Juan.
Interpretación: La Chapelle RoyaleCollegium Vocale, Gent. Philippe Herreweghe. 
Imágenes:
  "The Passion of the Christ". Mel Gibson. 2004.

jueves, 9 de octubre de 2014

Paisajes Tallados en Libros


Guy Laramee en "Cultura inquieta".

"Así que, yo esculpo paisajes en libros y pinto paisajes románticos. Montañas de conocimientos abandonados retornan a lo que realmente son: Montañas. Se erosionan un poco más y se convierten en colinas Luego se aplanan y se convierten en campos, donde aparentemente no pasa nada. Montones de enciclopedias obsoletas vuelven a aquello que no necesita decir nada, sino que simplemente ES. Nieblas y nubes que borran todo lo que sabemos, todo lo que pensamos que somos".

lunes, 29 de septiembre de 2014

Las cuatro y diez.

No soy fan de Aute, aunque le reconozco buenas canciones, muy especialmente esta, perteneciente al álbum "Rito", de 1973.



He recordado a Luis Eduardo Aute al toparme con una de esas reflexiones que uno no puede sino compartir: "La mayor riqueza que tiene un país es la cultura, eso lo hace más libre. Un país será más libre en cuanto sea más culto. Es difícil que exista un país culto que se haya sometido a una tiranía. Yo creo que es la gran riqueza del colectivo humano, la cultura, pues es lo que lo diferencia de las bestias. Es el deseo de conocimiento".
 
La canción es sencilla y poco pretenciosa. Ahí reside su encanto.  
 
Fue en ese cine, ¿te acuerdas?,
en una mañana al este de Edén,
James Dean tiraba piedras
a una casa blanca; entonces, te besé.
Aquella fue la primera vez,
tus labios parecían de papel
y ,a la salida, en la puerta,
nos pidió un triste inspector nuestros carnets.
Luego volví a la academia
para no faltar a clase de francés,
tú me esperaste hora y media
en esta misma mesa, yo me retrasé.

¿Quieres helado de fresa
o prefieres que te pida ya el café?.
Cuéntame como te encuentras,
aunque sé que me responderás: "muy bien".
Ten esta foto, es muy fea,
el más pequeño acababa de nacer.
Oiga, ¿me trae la cuenta?.
Calla, que fui yo quien te invitó a comer.
No te demores, no sea
que no llegues a la hora al almacén;
llámame el día que puedas,
date prisa que ya son las cuatro y diez.

jueves, 11 de septiembre de 2014

Che gelida manina.


La Bohème es una de las óperas más conocidas de Giacomo Puccini. Ambientada en París, en 1830, describe la historia de amor de Mimí, una bordadora de flores, y el poeta bohemio Rodolfo.

Este aria, muy popular, interpretada en esta versión por Luciano Pavarotti, pertenece al acto primero, que comienza en la buhardilla de los bohemios en la que Marcello pinta, mientras Rodolfo mira por la ventana. Como no tienen combustible y hace frío, utilizan los manuscritos del drama que está escribiendo Rodolfo para hacer fuego. Colline, el filósofo, entra en la habitación, congelado y molesto por no haber podido hincar el diente a unos libros. Schaunard, el músico, llega con comida, madera, vino y dinero; explica a sus compañeros que ha ganado ese dinero cuidando del loro de un caballero inglés. Mientras beben, llega Benoît, el casero, para pedirles el pago del alquiler. Los bohemios le engatusan ofreciéndole vino, y, en medio de los efectos del alcohol, el casero les cuenta sus aventuras amorosas, reconociendo que es un hombre casado, ante lo que todos reaccionan con una indignación  fingida, echándole de la habitación sin haberle pagado. Deciden entonces que lo mejor es coger el dinero y salir a disfrutar del barrio. Rodolfo no les acompaña y se queda a trabajar. Alguien llama a la puerta. Es Mimí, que ha venido a pedir que le ayuden a encender nuevamente su vela. Sale, pero regresa en seguida porque ha olvidado su llave. Las luces se apagan y tratan de buscar la llave en la oscuridad. Rodolfo la encuentra y la guarda para que la búsqueda continúe en la oscuridad. Cuando sus manos tropiezan, ambos aprovechan la ocasión para contarse la historia de sus vidas. Es el momento en que Rodolfo canta “Che gelida manina”:

Che gelida manina, se la lasci riscaldar…
Cercar che giova? Al buio non si trova.
Ma per fortuna, è una notte di luna,
e qui la luna… l’abbiamo vicina.
Aspetti, signorina,
le dirò con due parole:
chi son? chi son!… e che faccio…
come vivo?… Vuole?
Chi son? Sono un poeta.
Che cosa faccio? Scrivo.
E come vivo? Vivo.
In porvetà mia lieta,
scialo da gran signore…
rime ed inni d’amore.
Per sogni e per chimere…
e per castelli in aria!
L’anima ho milionaria.
Talor dal mio forziere…
ruban tutti i gioelli
due ladri: gli ochhi belli.
V’entrar com voi pur ora,
ed i miei sogni usati
e i bei sogni miei tosto si dileguar!
Ma il furto non m’accora,
poichè v’ha preso stanza… la speranza!
Or che mi conoscete, parlate voi deh! parlate…
Chi siete?
Vi piaccia dir?
——————-
¡Qué mano tan fría!
Déjeme que se la caliente.
¿Para qué buscar?
En la oscuridad no se encuentra nada.
Pero, por suerte ,es una noche de luna
y aquí la luna la tenemos cerca.
(Mimi intenta retirar la mano)
Espere, señorita,
le diré en dos palabras quién soy, quién soy y qué hago, cómo vivo. ¿Quiere?
(Rodolfo deja la mano de Mimì)
¿Quién soy? ¿Quién soy? Soy un poeta.
¿Qué hago? Escribo.
¿Y cómo vivo? Vivo.
En mi alegre pobreza
derrocho como un gran señor
rimas e himnos de amor.
Por sueños y por quimeras
y por castillos en el aire
el alma tengo millonaria.
A veces, de mi cofre
roban todas las joyas
dos ladrones: sus hermosos ojos .
Entraron ahora aquí con usted
y mis acostumbrados sueños,
¡y mis bellos sueños se disiparon!
Pero el robo no me aflige,
puesto que ha tomado su lugar
la esperanza.
Ahora que me conoce
hable usted, ande, hable,
¿le gustaría decir quién es?

 

Proserpina.



Il ratto di Proserpina de Gian Lorenzo Bernini (1598-1680). 
 
El rapto de Proserpina, la Perséfone griega, hija de Júpiter y Ceres (Zeus y Deméter), representa la llegada de la primavera. Venus, diosa del amor, desea encontrar pareja a Plutón y envía a Cupido para que lanze sus flechas. Mientras Proserpina baila con otras ninfas, Plutón se enamora de ella, surge del Etna y la secuestra para convertirla en su mujer y en la reina del infierno. Su madre la busca sin éxito y, puesto que es la diosa de la tierra y de la capacidad de germinar, va convirtiendo, a su paso, los lugares que pisa en desierto. Júpiter manda a Mercurio, mensajero de los dioses, a intermediar para su liberación, pero Plutón obliga a Proserpina a comer seis semillas de granada (la fruta de la  fidelidad) y la convence para pasar la mitad del tiempo con él y la otra mitad con su madre.
 

jueves, 26 de junio de 2014

Ana María Matute.



MÚSICA 
 
Las dos hijas del Gran Compositor -seis y siete años- estaban acostumbradas al silencio. En la casa no debía oírse ni un ruido, porque papá trabajaba. Andaban de puntillas, en zapatillas, y sólo a ráfagas, el silencio se rompía con las notas del piano de papá.
Y otra vez silencio.
Un día, la puerta del estudio quedó mal cerrada, y la más pequeña de las niñas se acercó sigilosamente a la rendija; pudo ver cómo papá, a ratos, se inclinaba sobre un papel, y anotaba algo.
La niña más pequeña corrió entonces en busca de su hermana mayor. Y gritó, gritó por primera vez en tanto silencio:
-¡La música de papá, no te la creas…! ¡Se la inventa!

viernes, 23 de mayo de 2014

Las vidas de las imágenes.



La editorial Luces de Gálibo ha publicado una nueva obra del amigo Jorge Sánchez, titulada “Las vidas de las imágenes”. Manteniendo el sello personal de su anterior trabajo, “Bajo la lluvia”, Jorge ha creado una serie de poemas a través de los cuales reflexiona sobre un cambio trascendente que el autor percibe en la relación entre lo visual y lo humano, así como sobre la supremacía contemporánea de la imagen. “Hubo un tiempo”, nos dice, “en el que las imágenes habitaban el mundo de los hombres. En esta época que nos ha tocado vivir son los hombres quienes se alojan en el mundo de las imágenes”.

Nos encontramos en “Las vidas de las imágenes” una poesía de lectura más cómoda, en relación con la referida “Bajo la lluvia”, aunque honda e intensa, una poesía que a veces te conmueve y a veces te agita, pero que nunca te deja impasible, que siempre interesa. Por la obra desfilan personajes y obras cinematográficas de muy diversa índole (El acorazado Potemkin, Apocalypse Now, Sin Perdón, Matrix, Blade Runner, El tercer hombre, Alien, La noche del cazador, La lista de Schindler, Toy Story...) que Jorge interpreta, reinterpreta, desmitifica... presentándonos su pensamiento de manera accesible pero también sin concesiones (da la sensación de que de ninguna manera ambiciona el aplauso fácil) y sin eludir el compromiso social (espléndida “La salida de la fábrica”, a la que pertenece el siguiente fragmento).


“(...) Lo que nadie pareció advertir
fue que, al tiempo que los obreros
salían de la fábrica
bajo la dirección del operador de cámara
(que disponía la frecuencia de su paso bajo el portón),
las imágenes también comenzaban
a salir de su reclusión (...)”

 
Enhorabuena a Jorge, a quien nos comprometemos a seguir en su trayectoria con el próximo “Contra Visconti”.

La forma sonata como estrategia compositiva.

 
Ya hablamos en su día de Così fan tutte, la ópera de Mozart subtitulada La scuola degli amanti  (Así hacen todas o La escuela de los amantes), que comienza cuando Ferrando y Guglielmo, dos jóvenes oficiales convencidos de la fidelidad de sus novias, Dorabella y Fiordiligi, aceptan el reto que les plantea Don Alfonso: apostar por la fidelidad de sus amadas. Los jóvenes fingen marchar a la  guerra, vuelven disfrazados de albaneses y cada uno hace la corte a la novia del otro. Del juego  picaresco surgen nuevas parejas. Probada la traición amorosa, al final son las dos mujeres las engañadas. "Así hacen todas", resume Don Alfonso antes de volver a juntar las parejas ‘correctas’ con la duda de si no habrían sido más felices las parejas "equivocadas". 
 
Tengo especial aprecio por esta ópera, que a veces ha sido considerada poco importante y tiene, sin embargo, unos momentos hermosísimos y musicalmente magníficos. Comprobémoslo con este duetto del acto primero en el que Dorabella y Fiordiligi hablan de sus prometidos y en el que Mozart demuestra cómo se puede componer una sonata sin tener en cuenta lo temático y solo como estrategia compositiva: una exposición que modula a la dominante, un desarrollo con un dramático punto culminante y una sección final, el allegro, que que representa, sin reexponer, una evidente resolución. Una sonata que no es sonata pero funciona como tal. O lo que es lo mismo: la maestría de Mozart. En la grabación, Gundula Janowitz es Fiordilligi y Christa Ludwig Dorabella. Dirige Karl Böhm.
 

viernes, 16 de mayo de 2014

Niebla.


Aquella tempestad del alma de Augusto terminó, como en terrible calma, en decisión de suicidarse. Quería acabar consigo mismo, que era la fuente de sus desdichas propias. Mas antes de llevar a cabo su propósito, como el náufrago que se agarra a una débil tabla, ocurriósele consultarlo conmigo, con el autor de todo este relato. Por entonces había leído Augusto un ensayo mío en que, aunque de pasada, hablaba del suicidio, y tal impresión pareció hacerle, así como otras cosas que de mí había leído, que no quiso dejar este mundo sin haberme conocido y platicado un rato conmigo. Emprendió, pues, un viaje acá, a Salamanca, donde hace más de veinte años vivo, para visitarme.
Cuando me anunciaron su visita sonreí enigmáticamente y le mandé pasar a mi despacho-librería. Entró en él como un fantasma, miró a un retrato mío al óleo que allí preside a los libros de mi librería, y a una seña mía se sentó, frente a mí.
Empezó hablándome de mis trabajos literarios y más o menos filosóficos, demostrando conocerlos bastante bien, lo que no dejó, ¡claro está!, de halagarme, y en seguida empezó a contarme su vida y sus desdichas. Le atajé diciéndole que se ahorrase aquel trabajo, pues de las vicisitudes de su vida sabía yo tanto como él, y se lo demostré citándole los más íntimos pormenores y los que él creía más secretos. Me miró con ojos de verdadero terror y como quien mira a un ser increííble; creí notar que se le alteraba el color y traza del semblante y que hasta temblaba. Le tenía yo fascinado.
––¡Parece mentira! ––repetía––, ¡parece mentira! A no verlo no lo creería... No sé si estoy despierto o soñando...
––Ni despierto ni soñando ––le contesté.
––No me lo explico... no me lo explico ––añadió––; mas puesto que usted parece saber sobre mí tanto omo sé yo mismo, acaso adivine mi propósito...
––Sí ––le dije––, tú ––y recalqué este tú con un tono autoritario––, tú, abrumado por tus desgracias, has concebido la diabólica idea de suicidarte, y antes de hacerlo, movido por algo que has leído en uno de mis últimos ensayos, vienes a consultármelo.
El pobre hombre temblaba como un azogado, mirándome como un poseído miraría. Intentó levantarse, acaso para huir de mí; no podía. No disponía de sus fuerzas.
––¡No, no te muevas! ––le ordené.
––Es que... es que... ––balbuceó.
––Es que tú no puedes suicidarte, aunque lo quieras.
––¿Cómo? ––exclamó al verse de tal modo negado y contradicho.
––Sí. Para que uno se pueda matar a sí mismo, ¿qué es menester? ––le pregunté.
––Que tenga valor para hacerlo ––me contestó.
––No ––le dije––, ¡que esté vivo!
––¡Desde luego!
––¡Y tú no estás vivo!
––¿Cómo que no estoy vivo?, ¿es que me he muerto? ––y empezó, sin darse clara cuenta de lo que hacía, a palparse a sí mismo.
––¡No, hombre, no! ––le repliqué––. Te dije antes que no estabas ni despierto ni dormido, y ahora te digo que no estás ni muerto ni vivo.
––¡Acabe usted de explicarse de una vez, por Dios!, ¡acabe de explicarse! ––me suplicó consternado––, porque son tales las cosas que estoy viendo y oyendo esta tarde, que temo volverme loco.
––Pues bien; la verdad es, querido Augusto ––le dije con la más dulce de mis voces––, que no puedes matarte porque no estás vivo, y que no estás vivo, ni tampoco muerto, porque no existes...
––¿Cómo que no existo? ––––exclamó.
––No, no existes más que como ente de ficción; no eres, pobre Augusto, más que un producto de mi fantasía y de las de aquellos de mis lectores que lean el relato que de tus fingidas venturas y malandanzas he escrito yo; tú no eres más que un personaje de novela, o de nivola, o como quieras llamarle. Ya sabes, pues, tu secreto.
Al oír esto quedóse el pobre hombre mirándome un rato con una de esas miradas perforadoras que parecen atravesar la mira a ir más allá, miró luego un momento a mi retrato al óleo que preside a mis libros, le volvió el color y el aliento, fue recobrándose, se hizo dueño de sí, apoyó los codos en mi camilla, a que estaba arrimado frente a mí y, la cara en las palmas de las manos y mirándome con una sonrisa en los ojos, me dijo lentamente:
––Mire usted bien, don Miguel... no sea que esté usted equivocado y que ocurra precisamente todo lo contrario de lo que usted se cree y me dice.
––Y ¿qué es lo contrario? ––le pregunté alarmado de verle recobrar vida propia.
––No sea, mi querido don Miguel ––añadió––, que sea usted y no yo el ente de ficción, el que no existe en realidad, ni vivo, ni muerto... No sea que usted no pase de ser un pretexto para que mi historia llegue al mundo...
––¡Eso más faltaba! ––exclamé algo molesto.
––No se exalte usted así, señor de Unamuno ––me replicó––, tenga calma. Usted ha manifestado dudas sobre mi existencia...
––Dudas no ––le interrumpí––; certeza absoluta de que tú no existes fuera de mi producción novelesca.
––Bueno, pues no se incomode tanto si yo a mi vez dudo de la existencia de usted y no de la mía propia. Vamos a cuentas: ¿no ha sido usted el que no una sino varias veces ha dicho que don Quijote y Sancho son no ya tan reales, sino más reales que Cervantes?
––No puedo negarlo, pero mi sentido al decir eso era...
––Bueno, dejémonos de esos sentires y vamos a otra cosa. Cuando un hombre dormido a inerte en la cama sueña algo, ¿qué es lo que más existe, él como conciencia que sueña, o su sueño?
––¿Y si sueña que existe él mismo, el soñador? ––le repliqué a mi vez.
––En ese caso, amigo don Miguel, le pregunto yo a mi vez, ¿de qué manera existe él, como soñador que se sueña, o como soñado por sí mismo? Y fíjese, además, en que al admitir esta discusión conmigo me reconoce ya existencia independiente de sí.
––¡No, eso no!, ¡eso no! ––le dije vivamente––. Yo necesito discutir, sin discusión no vivo y sin contradicción, y cuando no hay fuera de mí quien me discuta y contradiga invento dentro de mí quien lo haga. Mis monólogos son diálogos.
––Y acaso los diálogos que usted forje no sean más que monólogos...
––Puede ser. Pero te digo y repito que tú no existes fuera de mí...
––Y yo vuelvo a insinuarle a usted la idea de que es usted el que no existe fuera de mí y de los demás personajes a quienes usted cree haber inventado. Seguro estoy de que serían de mi opinión don Avito Carrascal y el gran don Fulgencio...
––No mientes a ese...
––Bueno, basta, no le moteje usted. Y vamos a ver, ¿qué opina usted de mi suicidio?
––Pues opino que como tú no existes más que en mi fantasía, te lo repito, y como no debes ni puedes hacer sino lo que a mí me dé la gana, y como no me da la real gana de que te suicides, no te suicidarás. ¡Lo dicho!
––Eso de no me da la real gana, señor de Unamuno, es muy español, pero es muy feo. Y además, aun suponiendo su peregrina teoría de que yo no existo de veras y usted sí, de que yo no soy más que un ente de ficción, producto de la fantasía novelesca o nivolesca de usted, aun en ese caso yo no debo estar sometido a lo que llama usted su real gana, a su capricho. Hasta los llamados entes de ficción tienen su lógica interna...
––Sí, conozco esa cantata.
––En efecto; un novelista, un dramaturgo, no pueden hacer en absoluto lo que se les antoje de un personaje que creen; un ente de ficción novelesca no puede hacer, en buena ley de arte, lo que ningún lector esperaría que hiciese...
––Un ser novelesco tal vez...
––¿Entonces?
––Pero un ser nivolesco...
––Dejemos esas bufonadas que me ofenden y me hieren en lo más vivo. Yo, sea por mí mismo, según creo, sea porque usted me lo ha dado, según supone usted, tengo mi carácter, mi modo de ser, mi lógica interior, y esta lógica me pide que me suicide...
––¡Eso te creerás tú, pero te equivocas!
––A ver, ¿por qué me equivoco?, ¿en qué me equivoco? Muéstreme usted en qué está mi equivocación. Como la ciencia más difícil que hay es la de conocerse uno a sí mismo, fácil es que esté yo equivocado y que no sea el suicidio la solución más lógica de mis desventuras, pero demuéstremelo usted. Porque si es difícil, amigo don Miguel, ese conocimiento propio de sí mismo, hay otro conocimiento que me parece no menos difícil que el...
––¿Cuál es? ––le pregunté.
Me miró con una enigmática y socarrona sonrisa y lentamente me dijo:
––Pues más difícil aún que el que uno se conozca a sí mismo es el que un novelista o un autor dramático conozca bien a los personajes que finge o cree fingir...
Empezaba yo a estar inquieto con estas salidas de Augusto, y a perder mi paciencia.
––E insisto ––añadió–– en que aun concedido que usted me haya dado el ser y un ser ficticio, no puede usted, así como así y porque sí, porque le dé la real gana, como dice, impedirme que me suicide.
––¡Bueno, basta!, ¡basta! ––exclamé dando un puñetazo en la camilla–– ¡cállate!, ¡no quiero oír más impertinencias...! ¡Y de una criatura mía! Y como ya me tienes harto y además no sé ya qué hacer de ti, decido ahora mismo no ya que no te suicides, sino matarte yo. ¡Vas a morir, pues, pero pronto! ¡Muy pronto!
––¿Cómo? ––exclamó Augusto sobresaltado––, ¿que me va usted a dejar morir, a hacerme morir, a matarme?
––¡Sí, voy a hacer que mueras!
––¡Ah, eso nunca!, ¡nunca!, ¡nunca! ––gritó.
––¡Ah! ––le dije mirándole con lástima y rabia––. ¿Conque estabas dispuesto a matarte y no quieres que yo te mate? ¿Conque ibas a quitarte la vida y te resistes a que te la quite yo?
––Sí, no es lo mismo...
––En efecto, he oído contar casos análogos. He oído de uno que salió una noche armado de un revólver y dispuesto a quitarse la vida, salieron unos ladrones a robarle, le atacaron, se defendió, mató a uno de ellos, huyeron los demás, y al ver que había comprado su vida por la de otro renunció a su propósito.
––Se comprende ––observó Augusto––; la cosa era quitar a alguien la vida, matar un hombre, y ya que mató a otro, ¿a qué había de matarse? Los más de los suicidas son homicidas frustrados; se matan a sí mismos por falta de valor para matar a otros...
––¡Ah, ya, te entiendo, Augusto, te entiendo! Tú quieres decir que si tuvieses valor para matar a Eugenia o a Mauricio o a los dos no pensarías en matarte a ti mismo, ¿eh?
––¡Mire usted, precisamente a esos... no!
––¿A quién, pues?
––¡A usted! ––y me miró a los ojos.
––¿Cómo? ––exclamé poniéndome en pie––, ¿cómo? Pero ¿se te ha pasado por la imaginación matarme?, ¿tú?, ¿y a mí?
––Siéntese y tenga calma. ¿O es que cree usted, amigo don Miguel, que sería el primer caso en que un ente de ficción, como usted me llama, matara a aquel a quien creyó darle ser... ficticio?
––¡Esto ya es demasiado ––decía yo paseándome por mi despacho––, esto pasa de la raya! Esto no sucede más que...
––Más que en las nivolas ––concluyó él con sorna.
––¡Bueno, basta!, ¡basta!, ¡basta! ¡Esto no se puede tolerar! ¡Vienes a consultarme, a mí, y tú empiezas por discutirme mi propia existencia, después el derecho que tengo a hacer de ti lo que me dé la real gana, sí, así como suena, lo que me dé la real gana, lo que me salga de...
––No sea usted tan español, don Miguel...
––¡Y eso más, mentecato! ¡Pues sí, soy español, español de nacimiento, de educación, de cuerpo, de espíritu, de lengua y hasta de profesión y oficio; español sobre todo y ante todo, y el españolismo es mi religión, y el cielo en que quiero creer es una España celestial y eterna y mi Dios un Dios español, el de Nuestro Señor Don Quijote, un Dios que piensa en español y en español dijo: ¡sea la luz!, y su verbo fue verbo español...
––Bien, ¿y qué? ––me interrumpió, volviéndome a la realidad.
––Y luego has insinuado la idea de matarme. ¿Matarme?, ¿a mí?, ¿tú? ¡Morir yo a manos de una de mis criaturas! No tolero más. Y para castigar tu osadía y esas doctrinas disolventes, extravagantes, anárquicas, con que te me has venido, resuelvo y fallo que te mueras. En cuanto llegues a tu casa te morirás. ¡Te morirás, te lo digo, te morirás!
––Pero ¡por Dios!... ––exclamó Augusto, ya suplicante y de miedo tembloroso y pálido.
––No hay Dios que valga. ¡Te morirás!
––Es que yo quiero vivir, don Miguel, quiero vivir, quiero vivir...
––¿No pensabas matarte?
––¡Oh, si es por eso, yo le juro, señor de Unamuno, que no me mataré, que no me quitaré esta vida que Dios o usted me han dado; se lo juro... Ahora que usted quiere matarme quiero yo vivir, vivir, vivir...
––¡Vaya una vida! ––exclamé.
––Sí, la que sea. Quiero vivir, aunque vuelva a ser burlado, aunque otra Eugenia y otro Mauricio me desgarren el corazón. Quiero vivir, vivir, vivir...
––No puede ser ya... no puede ser...
––Quiero vivir, vivir... y ser yo, yo, yo...
––Pero si tú no eres sino lo que yo quiera...
––¡Quiero ser yo, ser yo!, ¡quiero vivir! ––y le lloraba la voz.
––No puede ser... no puede ser...
––Mire usted, don Miguel, por sus hijos, por su mujer, por lo que más quiera... Mire que usted no será usted... que se morirá.
Cayó a mis pies de hinojos, suplicante y exclamando:
––¡Don Miguel, por Dios, quiero vivir, quiero ser yo!
––¡No puede ser, pobre Augusto ––le dije cogiéndole una mano y levantándole––, no puede ser! Lo tengo ya escrito y es irrevocable; no puedes vivir más. No sé qué hacer ya de ti. Dios, cuando no sabe qué hacer de nosotros, nos mata. Y no se me olvida que pasó por tu mente la idea de matarme...
––Pero si yo, don Miguel...
––No importa; sé lo que me digo. Y me temo que, en efecto, si no te mato pronto acabes por matarme tú.
––Pero ¿no quedamos en que...?
––No puede ser, Augusto, no puede ser. Ha llegado tu hora. Está ya escrito y no puedo volverme atrás. Te morirás. Para lo que ha de valerte ya la vida...
––Pero... por Dios...
––No hay pero ni Dios que valgan. ¡Vete!
––¿Conque no, eh? ––me dijo––, ¿conque no? No quiere usted dejarme ser yo, salir de la niebla, vivir, vivir, vivir, verme, oírme, tocarme, sentirme, dolerme, serme: ¿conque no lo quiere?, ¿conque he de morir ente de ficción? Pues bien, mi señor creador don Miguel, ¡también usted se morirá, también usted, y se volverá a la nada de que salió...! ¡Dios dejará de soñarle! ¡Se morirá usted, sí, se morirá, aunque no lo quiera; se morirá usted y se morirán todos los que lean mi historia, todos, todos, todos sin quedar uno! ¡Entes de ficción como yo; lo mismo que yo! Se morirán todos, todos, todos. Os lo digo yo, Augusto Pérez, ente ficticio como vosotros, nivolesco lo mismo que vosotros. Porque usted, mi creador, mi don Miguel, no es usted más que otro ente nivolesco, y entes nivolescos sus lectores, lo mismo que yo, que Augusto Pérez, que su víctima...
––¿Víctima? ––exclamé.
––¡Víctima, sí! ¡Crearme para dejarme morir!, ¡usted también se morirá! El que crea se crea y el que se crea se muere. ¡Morirá usted, don Miguel, morirá usted, y morirán todos los que me piensen! ¡A morir, pues!
Este supremo esfuerzo de pasión de vida, de ansia de inmortalidad, le dejó extenuado al pobre Augusto.
Y le empujé a la puerta, por la que salió cabizbajo. Luego se tanteó como si dudase ya de su propia existencia. Yo me enjugué una lágrima furtiva.