lunes, 30 de septiembre de 2013

José Hierro. Laúd.


I

Mister Eisen, con el índice de su mano izquierda
contraída por la artrosis.
Señala -dibuja- temblorosamente
piezas curiosas, concentradas
en el escaparate del anticuario
de Madison Avenue.
Al otro lado del vidrio de seguridad
-entre cabezas jíbaras de larga caballera
(probablemente falsas, pues están prohibidas
la posesión y tráfico de estos horrores reducidos),
abanicos de nácar y marfil
(países decorados con bucólicas escenas versallescas),
el petit point ingenuo
-Mary Jones, 1909-, enmarcado,
impertinentes de plata sobredorada,
fanales en los que parecen vivir mágicamente
flores, mariposas, colibríes disecados,
páginas de antifonario doradas por el sol de Solesmes,
samovares de plata o bruma-
estaba él: cerezo, limoncillo, nogal,
con cuatro clavijas menos,
desacordado de loco.

II

Sonó su música, por vez primera,
a la orilla del Arno, del Sena,
del Danubio de gabarras y aceite.
Después atravesó el océano,
enmudeció, sobrevivió, sobremurió.
Escuchó los mariachis entre el humo de la mariguana,
la trompeta del gringo (gringo, así lo nombraría,
porque venía de otros cielos),
el clarinete bajo
de monótono canto y coda de arrepentimiento,
él, bandoneón de Buenos Aires,
la guitarra del Sacromonte.
Lo escuchó todo con nostalgia del rumor del bosque
que había sido su origen,
frente al estuario en el que fuego y oro desembocan.

III

Míster Eisen toma el laúd en sus manos
torpes y corvas como garras,
pero llenas de amor:
restaña las úlceras de la madera,
acaricia y barniza la convexidad de la caja
-cráneo, pecho, cadera, nalga-,
tensa y templa las cuerdas.
Y la madera renacida
huele de nuevo a bosque,
a salón cortesano, a rosa de Cremona.

IV

Míster Eisen se asoma
al brocal del laúd.
Un instante antes de que en la superficie del agua de la música,
en el punto donde cayó la lágrima, la hoja
que originó los círculos concéntricos
que se expandían y desvanecían…
(pero está confundiendo las cosas,
porque ahora está, sin sospecharlo,
desandando el camino,
contradiciendo al tiempo,
porque sucede que los círculos se contraen,
son cada vez menores,
retroceden hacia su punto de partida)…
Decía que, poco antes de regresar a su origen,
se ha formado un anillo en el agua de música.

V

Mister Eisen quiere no ver la mano
que ha tomado el anillo recuperado,
y se lo coloca en un dedo en el que nunca estuvo
y debió haber estado.
Ya no es el agua del laúd
lo que palpita movida por las cuerdas,
ni el agua del East River
en cuya orilla se produce el prodigio,
sino el agua domada del estanque
de la Casa de Campo de Madrid.
Descienden, por la escala
de los trastes, los dedos:
cada vez más agudos los sonidos,
cada vez más desamparados,
hasta el brocal del pozo.
Y lo que suenan son las músicas
recuperadas del naufragio,
misteriosas y tenues, antiguas y resucitadas,
pavanas y gallardas,
arrojadas por la marea a estas orillas de cristal y metal.
Llegaron en la panza del instrumento o nave,
sobrevivieron a los días y las pesadumbres,
y ahora suenan en Nueva York,
tañidas por los dedos torpes de Mister Eisen
y suenan y suenan y suenan,
y no dejarán nunca de sonar,
porque el laúd -cree equivocadamente Mister Eisen-,
ha recuperado su cuerpo y su alma,
gracias a él.

VI

Pero la música que suena
no es la que Mister Eisen modela con sus dedos,
sino una música remota,
Mister Pigmalión, enamorado de su obra
no sabrá nunca que el alma encerrada
en la entraña de madera
existía antes de que él llegara,
y nunca será igual.
Mira su mano tañedora
que ha domado los sones.
No imagina siquiera, o no quiere aceptarlo,
que él no ha sido el dios que crea de la nada,
sino sólo el maestro luthier
-artesanía y técnica-,
y que la música acordada que nace de sus dedos
sonaba transparente, irrepetible
hace ya varios siglos,
y la que ahora estremece el aire
es un eco que llega, atravesando el tiempo,
melancólicamente.