jueves, 28 de febrero de 2013

miércoles, 20 de febrero de 2013

Barroco-pop: Aria sopra la Bergamasca de Marco Uccelini, por Giovanni Antonini.

 Il Gentilleschi. La tañedora de laúd.
 
 
Desde comienzos del XVII, la música de cámara entró a formar parte del repertorio de Palacio, ejecutada por profesionales o por nobles aficionados. Pronto se fijaron algunas formas y surgieron combinaciones instrumentales cuyo objetivo era la expresión de las más variadas emociones: el compositor barroco pretendía “mover los afectos” (Descartes sintetizó cinco tipos de afectos básicos: admiración, odio, deseo, alegría y tristeza); según esta “doctrina de los afectos”, se representaban en música las pasiones y los sentimientos: el modo mayor, la consonancia; el registro agudo y el tempo rápido para expresar alegría; el modo menor, la disonancia; el registro grave y el tempo lento, para representar la tristeza. Interpretativamente, el legato para la tristeza, el stacatto para la alegría, etc. Con tanta variedad, el arte barroco es vital, todo contraste: la calma en la agitación. Así, surgieron danzas y piezas elaboradas sobre bajos ostinatos, esquemas que se repetían cada cierto número de compases, acompañando a unas melodías que se enriquecían en cada repetición. A partir de estos modelos de origen italiano, todos los grandes músicos elaboraron sus propias composiciones.

Es el caso de esta deliciosa pieza de Marco Uccelini, sacerdote, compositor y violinista italiano del XVII que llegó a ser maestro de capilla en Módena y Parma, cuya obra es muy poco conocida. Los instrumentos que se utilizan en esta espléndida versión son: dos violines (Enrico Onofri, Marco Bianchi), violonchelo (Paolo Beschi), ceterone (Luca Pianca) y arpa (Cristina Pluhar). Giovanni Antonini, director de Il Giardino Armonico, demuestra que los criterios historicistas y la apertura de miras no están reñidas. La fantasía al poder.

lunes, 18 de febrero de 2013

La verdad en la vida y la vida en la verdad.

 
«Y bien, se me dirá, ¿cuál es tu religión? Y yo responderé: mi religión es buscar la verdad en la vida y la vida en la verdad, aun a sabiendas de que no he de encontrarlas mientras viva; mi religión es luchar incesante e incansablemente con el misterio; mi religión es luchar con Dios desde el romper del alba hasta el caer de la noche, como dicen que con Él luchó Jacob. No puedo transigir con aquello del Inconocible -o Incognoscible, como escriben los pedantes- ni con aquello otro de «de aquí no pasarás».
 
Rechazo el eterno «ignorabimus». Y en todo caso quiero trepar a lo inaccesible. «Sed perfectos como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto», nos dijo el Cristo, y semejante ideal de perfección es, sin duda, inasequible. Pero nos puso lo Inasequible como meta y término de nuestros esfuerzos. Y ello ocurrió, dicen los Teólogos, con la gracia. Y yo quiero pelear mi pelea sin cuidarme de la victoria. ¿No hay Ejércitos y aun pueblos que van a una derrota segura? ¿No elogiamos a los que se dejaron matar peleando antes que rendirse? Pues ésta es mi religión.
 
En el orden religioso apenas hay cosa alguna que tenga racionalmente resuelta, y como no la tengo, no puedo comunicarla lógicamente, porque sólo es lógico y transmisible lo racional. Tengo, sí, con el afecto, con el corazón, con el sentimiento, una fuerte tendencia al cristianismo, sin atenerme a dogmas especiales de esta o aquella confesión cristiana. Considero cristiano a todo el que invoca con respeto y amor el nombre de Cristo, y me repugnan los ortodoxos, sean católicos o protestantes -éstos suelen ser tan intransigentes como aquéllos- que niegan cristianismo a quienes no interpretan el Evangelio como ellos.
 
Confieso sinceramente que las supuestas pruebas racionales -la ontológica, la cosmológica, la ética, etcétera- de la existencia de Dios no me demuestran nada; que cuantas razones se quieren dar de que existe un Dios, me parecen razones basadas en paralogismos y peticiones de principio. En esto estoy con Kant. Nadie ha logrado convencerme racionalmente de la existencia de Dios, pero tampoco de su no existencia; los razonamientos de los ateos me parecen de una superficialidad y futilez mayores aún que los de sus contradictores. Y si creo en Dios, o por lo menos creo creer en Él, es, ante todo, porque quiero que Dios exista, y después, porque se me revela, por vía cordial en el Evangelio y a través de Cristo y de la historia. Es cosa de corazón.
 
Lo cual quiere decir que no estoy convencido de ello como lo estoy de que dos y dos hacen cuatro. Si se tratara de algo en que no me fuera la paz de la conciencia y el consuelo de haber nacido, no me cuidaría acaso del problema; pero como en él me va mi vida toda interior y el resorte de toda mi acción, no puedo aquietarme con decir: ni sé ni puedo saber. No sé, cierto es; tal vez no pueda saber nunca, pero «quiero» saber. Lo quiero y basta.
 
Y me pasaré la vida luchando con el misterio y aun sin esperanza de penetrarlo, porque esta lucha es mi alimento y es mi consuelo. Sí, mi consuelo. Me he acostumbrado a sacar esperanza de la desesperación misma. Y no griten ¡paradoja! los mentecatos y los superficiales. No concibo a un hombre culto sin esta preocupación y espero muy poca cosa en el orden de la cultura -y cultura no es lo mismo que civilización- de aquellos que viven desinteresados del problema religioso en su aspecto metafísico y sólo lo estudian en su aspecto social o político. Espero muy poco para el enriquecimiento del tesoro espiritual del género humano de aquellos hombres o de aquellos pueblos que por pereza mental, por superficialidad, por cientifismo, o por lo que sea, se apartan de las grandes y eternas inquietudes del corazón. No espero nada de los que dicen: "No se debe pensar en eso"; espero menos aún de los que creen en un cielo y un infierno como aquel en que creíamos de niños, y espero todavía menos de los que afirman con la gravedad del necio: "Todo eso no son sino fábulas y mitos; al que se muere lo entierran y se acabó"
 
Sólo espero de los que ignoran, pero no se resigna a ignorar; de los que luchan sin descanso por la verdad y ponen su vida en la lucha misma más que en la victoria. Y lo más de mi labor ha sido siempre inquietar a mis prójimos, removerles le poso del corazón, angustiarlos si puedo. Lo dije ya en mi Vida de Don Quijote y Sancho, que es mi más extensa confesión a este respecto. Que busquen ellos como yo busco, que luchen como lucho yo, y entre todos algún pelo de secreto arrancaremos a Dios, y por lo menos esa lucha nos hará más hombres, hombres de más espíritu.» 
 
Miguel de Unanumno. Mi religión y otros ensayos breves (1910), Madrid, Espasa Calpe, 1964 (4ª edición), p. 10-13.

viernes, 8 de febrero de 2013

Cinema Paradiso



Imposible que alguien sea capaz de no derramar una lágrima en estas dos escenas (y en otras) de la inolvidable película Cinema Paradiso de Giuseppe Tornatore. ¿Alguien puede no emocionarse cuando Elena aparece finalmente para corresponder al amor de Totó o cuando Salvatore, treinta años después, visualiza el regalo que le ha dejado su amigo Alfredo, el antiguo proyeccionista: una amplia recopilación de escenas de besos que habían sido censuradas y eliminadas de las películas?

Totó/Salvatore entra en el confesionario donde Elena espera encontrar, como es lógico, al sacerdote:
 
-Tranquila, no te muevas. Disimula, soy Salvatore

-¿Qué haces aquí?

-Debía hablarte. Eres bellísima, Elena. Eso es lo que quería decirte. Cuando te veo no puedo articular dos palabras…porque me haces temblar. No sé qué se hace en estos casos. Qué se dice. Es la primera vez. Pero creo que estoy enamorado de ti.

Elena sonríe.

-Cuando sonríes eres aún más bella.

-Salvatore, eres muy amable conmigo. Me eres simpático…pero no estoy enamorada de ti.

-¡No me importa! ¡Esperaré!

-¿Qué?

-Hasta que te enamores de mí. Escúchame bien: todas las noches, después del trabajo, me pararé frente a tu casa y esperaré. Todas las noches. Cuando cambies de idea, abre la ventana. Sólo eso, yo lo entenderé.

 
 
Cinema Paradiso es una historia sobre los sueños de un niño que crece, se enamora y desea que lo que ha visto en el cine se convierta en realidad. El tantas veces vilipendiado (y a veces sin razón) José Luis Garci dijo que, cuando dio su primer beso, le sorprendió la ausencia de banda sonora. La música del gran Enio Morricone es aquí imprescindible. Morricone nos manipula, nos conmueve, nos ablanda. ¿Y qué? Nos dejamos. Y, si además de la música de Morricone, nos encontramos con el talento de Pat Methey y Charlie Haden, podemos decir que nuestros sueños, como los de Totó, se han hecho realidad.