jueves, 11 de octubre de 2012

La conjura de los necios


Una gorra de cazador verde apretaba la cima de una cabeza que era como un globo carnoso. Las orejeras verdes, llenas de unas grandes orejas y pelos sin cortar y de las finas cerdas que brotaban de las mismas orejas, sobresalían a ambos lados como señales de giro que indicasen dos direcciones a la vez. Los labios, gordos y bembones, brotaban protuberantes bajo el tupido bigote negro y se hundían en sus comisuras, en plieguecitos llenos de reproche y de restos de patatas fritas.

 

Así comienza “La conjura de los necios”. En un momento en el que la mediocridad parece ser más efectiva que la inteligencia y el talento, en unas circunstancias como las que estamos viviendo (y no me refiero a las económicas) en las que “conocimiento” es casi palabra tabú, el libro de John Kennedy Toole sigue siendo plenamente actual. La cita que da pie al título es del escritor  Jonathan Swift: “Cuando un verdadero genio aparece en el mundo, lo reconoceréis por este signo: todos los necios se conjuran contra él”. Y el genio, en este caso, es un tipo singular llamado Ignatius Reilly. El propio Kennedy Toole terminó suicidándose ante la negativa de varias editoriales a publicar la novela, que, en 1981 y a título póstumo, recibiría el premio Pulitzer.

 

Ácida, disparatada, hilarante y al tiempo trágica, pero sin ninguna duda imprescindible e, Ignatius aparte, con una galería de secundarios inolvidable. Personalmente, me quedo con el patrullero Mancuso, patriótico policía a quien sus superiores obligan a disfrazarse hasta que consiga traer a un “sospechoso de verdad”.

 

-Aquí el patrullero Mancuso dice que opuso usted resistencia a la autoridad y que le llamó comunista.

- Fue sin darme cuenta -dijo apesadumbrado el viejo, percibiendo la furia con que el sargento trataba las tarjetitas.

- Según Mancuso, usted dijo que todos los policías son comunistas.

- ¡Ahí va!-dijo el negro, desde el otro lado de la habitación.

- ¿Quieres callarte, Jones? -gritó el sargento.

- Vale, vale, me callo -contestó Jones.

- Luego me ocuparé de ti.

- Bueno, yo no llamé comunista a nadie -dijo Jones-. A mí me lió el tipo aquél de Woolsworth. Ni siquiera me gustan los anacardos.

-Cierra el pico, ¿quieres?

- Bueno, bueno, está bien -dijo alegremente Jones, y lanzó un gran nubarrón de humo.

- No dije con intención lo que dije -explicó el señor Robichaux al sargento—. Es que me puse nervioso. No pude controlarme. Este policía intentaba detener a un pobre chico que estaba esperando a su mamá junto a Holmes.

- ¿Qué? .el sargento se volvió al policía pálido y bajito.. ¿Qué intentaba usted hacer?

-No era un chico .dijo Mancuso.. Era un hombre gordo y grande con una indumentaria muy rara. Parecía un sospechoso. Yo sólo quería hacer una inspección de rutina y él ofreció resistencia. Además, parecía un prevenido sexual.

- ¿Un pervertido? -preguntó ávidamente el sargento.

- Sí -dijo Mancuso, con renovada confianza-. Un prevertido grande, muy grande.

- ¿Cómo de grande?

- El más grande que he visto en toda mi vida -dijo Mancuso, extendiendo los brazos como si describiese un trofeo de pesca. Al sargento le brillaron los ojos-. Lo primero que vi fue aquella gorra verde de cazador que llevaba.

Jones escuchaba con atento distanciamiento, desde algún punto del interior de su nube.

-Bueno, Mancuso, ¿y qué pasó? ¿cómo es que no está aquí delante de mí?

-Se largó. Salió aquella mujer de la tienda y lo lió todo y se fueron corriendo, doblaron la esquina y se metieron en el Barrio Francés.

- Vaya, dos personajes del Barrio Francés -dijo el sargento súbitamente iluminado.

- No, señor -interrumpió el viejo-. Ella era de veras su mamá. Una señora muy agradable y muy simpática. Yo ya les he visto otras veces por el centro. Este policía la asustó.

- Escuche, Mancuso -chilló el sargento-. Es usted el único miembro del cuerpo capaz de intentar detener a alguien separándolo de su madre. ¿Y por qué ha traído usted aquí al abuelo, a ver, dígame? Telefonee a su familia y dígales que vengan a recogerle.

- Por favor -suplicó el señor Robichaux-. Eso no. Mi hija está ocupada con los chicos. No me han detenido en toda mi vida. Ella no puede venir a buscarme. ¿Qué van a pensar mis nietos? Estudian todos con las hermanas.

- Consiga el número de su hija, Mancuso. ¡Esto le enseñará a llamarnos comunistas!

- ¡Por favor! -el señor Robichaux lloraba-. Mis nietos me respetan.

-¡Dios santo! -dijo el sargento-. Intentar detener a un chico que iba con su mamá, traer aquí a este abuelo. Lárguese usted de aquí ahora mismo, Mancuso. Llévese al abuelo. ¿Quiere detener usted a tipos sospechosos? Pues no se preocupe, que ya le ayudaremos.

- Sí, señor -dijo débilmente Mancuso, llevándose al sollozante viejo.
 
- ¡Juá! -dijo Jones desde las profundidades más secretas de su nube.